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quíssimo de tisú, que allí, ciertamente, valía seis mil pesos fuertes, por lo menos. Por las circunstancias, pues, de aquella casa, aunque el P. Muriel, para seguir su visita, no tenía necesidad de passar por Yabi, que estaba mui fuera de camino, como tenía un corazón tan lleno de gratitud para con los benefactores de la Compañía de Jesús, como de charidad para con sus perseguidores y enemigos, rodeó de propósito algunas leguas por ir a obsequiar a aquella tan benemérita señora y presentarle un Lignum crucis y no sé qué otras reliquias. Quando vió la marquesa al P. Visitador, a quien tenía gran desseo de conocer de vista, y de tratar con él las cosas de su alma, quedó sumamente consolada; creció en ella el concepto que de su santidad había formado por la fama; se encomendó en sus oraciones, le pidió su bendición, y con ella que diesse licencia al P. Thomás de Figuera, que estaba allí de passo, para que se quedasse a darla los exercicios de San Ignacio, y el P. Visitador la complació.

184. Conozco que la digressión sobre la señora marquesa de Tojo ha salido un si es no es larga; pero si ninguno reprenderá justamente a mi santo maestro el rodeo de aquellas leguas por mostrar a aquella dama su gratitud por lo mucho que toda su casa y ella favorecían a la Compañía de Jesús, yo confío de la benignidad de los lectores, que querrán disimular al discípulo la tal qual prolijidad de aquesta digressión, a título de agradecido también a los beneficios hechos por dicha casa y señora a la misma Compañía, de quien tuve el honor y la gran fortuna de ser un miembro, aunque indigno. Y quede esto prevenido para justificar algún otro episodio agradecido que he hecho hasta aquí y que me resta que hazer en adelante. Y si

alguno me tachare estas digressiones, hijas de la gratitud, le diré lo que casi quarenta años ha escribía yo, con cierta ocasión, a un obispo de la América:

Más quiero que me llamen majadero

y aún (si se les antoja) mentecato,

que ser llamado y parecer ingrato,

o que me den la nota de grosero.

Basta de justificación, y sigamos al P. Muriel en su visita.

CAPITULO XVIII

SE CONTINÚA Y CONCLUYE LA MATERIA DEL PRECEDENTE

185. Aunque el P. Muriel iba visitando, según su derrotero, los pueblos de nuestras missiones de indios, interyacentes entre los colegios de su carrera, he reservado la relación de la visita de dichas missiones, para darla aquí seguida. Visitó, pues, las nuevas reducciones o pueblos de los mocobís, los abipones, los lules, los mataguayos, los vilelas, los malvalaes, los chunupís, los pasaines, los isistineses, los tobatines, los tobas y los chiriguanos: naciones todas diferentes, todas de diversas lenguas, todas distantes muchas leguas vnas de otras; y a excepción de la de los lules, todas ellas de infieles todavía, menos los párvulos y pocos adultos. Aquí quedó el P. Muriel no sé si diga más encantado o edificado de ver aquellos hombres apostólicos casi desnudos, o a lo menos mui mal vestidos y hechos andrajos: vnos con barba casi capuchina y otros con ella mal mutilada o casi trasquilada; alojados en vnas chozas de paja o barro, y no eran mucho mejores las iglesias, a excepción de alguna que otra, pues consistían en vnos "galpones" (como allí dicen), o tendales o enramadas con las murallas y techo de paja o cueros; habitando entre bárbaros casi

totalmente desnudos, sucios, hediondos, interessados, ignorantíssimos, traidores, holgazanes, borrachos frequentemente; viviendo entre mil peligros de la vida; comiendo muchos vezes carnes de cavallo y aún de tigres (a); lidiando continuamente con aquella gente sin crianza, feroz y, por lo común, ingrata; privados de todo trato civil y tratando sólo con hombres bestiales o con bestias en figura de hombres; trabajando por sí mismos la tierra con sus manos consagradas, para comer ellos y para dar de comer a aquellas fieras vorazes; y en medio de tantas fatigas, miserias, cruzes y peligros, todos alegres y tan contentos con su suerte, que no la trocarían por todas las comodidades, delicias. y honores del mundo.

186. Esto fué lo que llenó de pasmo al Iltmo. Señor Don Fray Manuel Abad Illana, obispo del Tucumán primero, y después de Arequipa, donde murió. Visitando este prelado, por su oficio, el año de 1765 (y nótese bien el año, por lo que diré después), visitando, digo, los pueblos o missiones del Chaco, embió al superior de aquellas missiones residentes en el pueblo de los lules, llamado Miraflores, esta carta firmada de su puño: "Haviendo visitado por mí mismo las reducciones que a la orilla del río Salado están a cargo de los RR. PP. Jesuítas, no pude menos de admirarme de que vnos hombres tan cultos como lo son los padres

(a) La comió muchas vezes el P. Florián Pauke, a quien yo se lo of; no porque entonces tuviesse necessidad de ella a falta de otra, sino por no contristar o disgustar a los mocobís, que lo amaban mucho: y por esso, quando cazaban algún tigre cachorro, le regalaban un quarto, o un buen trozo, para que banqueteasse. Pero en varias ocasiones la han comido los missioneros por no tener otra cosa.

doctrineros, sepulten la clara y pura luz de sus grandes talentos en las obscuras tinieblas de estas gentes bárbaras... Hemos alabado al Señor, y dádole gracias por los dones celestiales que se sirve de dar a dichos padres, los quales, haviendo sido educados civilmente y no haviendo entre ellos vno que no tuviesse antes, en su casa, a lo menos vna mediana comodidad, se ha encerrado (como en muchas reducciones hemos visto) en unas chozas de paja, que casi nada los defienden de la intemperie del cielo, y viven en una casi extrema penuria de todas las cosas; y (lo que no se puede bastantemente alabar) con peligro de la vida se exponen al voluble ánimo de los bárbaros, que algunas vezes, matando al missionero, se huyen a los bosques... Esto hemos visto por nuestros ojos, lo hemos oído con nuestros oídos y lo hemos tocado con nuestras manos... etc.". Omito, por amor de la brevedad, otros passages de la carta, al mismo tono. No se podía confirmar lo que he dicho de los apostólicos trabajos de los missioneros jesuítas con más ilustre y autorizado testimonio que el de aquel prelado. El que le da es un obispo que, assí por su carácter episcopal como porque es notorio (a lo menos en toda la América Meridional) por sus dichos, por sus escritos y por sus hechos, quán poco y aún quán nada apassionado fuesse por los jesuítas, da un imponderable peso a su testimonio. Assí permitió Dios que hablasse y escribiesse de los jesuítas aquel mismo prelado que, año y medio después, desterrados ya éstos, publicó vna carta, que llamó Pastoral, en que los pone de oro y azul, vaciando en ella casi todo el veneno de oprobios y de calumnias que desde el nacimiento de la Compañía hasta su abolición, han derramado contra ella los enemigos de los jesuítas y de la

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