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á tanto mis alcances, y sintiéndome desfallecer ante la grandeza de vuestras glorias, pondré fin á mi discurso, y juzgaré haber llenado mi cometido, confesando que no solamente mis facultades oratorias, que por cierto son bien escasas, mas aun todo el vigor, copia y elocuencia. de los más eminentes oradores son de todo punto insuficientes para dignamente pregonar vuestras alabanzas. He dicho.

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CAPÍTULO IV

DE SU VOCACIÓN Á LA COMPAÑÍA DE JESÚS

1583

No y medio había trascurrido desde la llegada de

Luis á nuestra España, cuando por el verano de 1583, comenzó el divino Espíritu á despertar en su alma aquellos fervientes deseos que había tenido en Italia de volver las espaldas al mundo, y abrazar el estado religioso. A medida que iba conociendo por propia experiencia lo difícil que es conservar intacta en medio del bullicio del mundo la inocencia del alma, la hermosa blancura de la virginidad y el fervor de la devoción, se iba persuadiendo más y más que para poner á salvo estos incomparables tesoros, era forzoso romper cuanto antes los lazos que le ataban con el mundo, refugiándose en el puerto de la religión.

Resuelto pues á dejarlo todo por servir á Cristo, y no sabiendo aún en qué religión quería el Señor servirse de él, dióse á investigarlo con todo ahinco y diligencia. A este blanco enderezaba la oración cotidiana pidiendo con grandes veras á su divina Majestad se dignase iluminarle para no errar en negocio de tanta monta, con este intento se daba con mayor empeño á varios ejerci

cios de piedad y mortificación. Volvía los ojos por las diversas órdenes religiosas que veía florecer en la Iglesia de Dios, tanteando las ventajas y los inconvenientes de unas y de otras: todas le parecían santas y dignas de loa, por enderezar sus pasos á un mismo fin, aunque por diferentes senderos. Admiraba en todas ellas culminantes ejemplos de santidad, mas no todas satisfacían los deseos de su corazón. Al fijar sus miradas en la insigne Orden de San Pedro de Alcántara, que aunque á la sazón estaba en sus principios, ya llevaba en pos de sí los ojos de todo el mundo, por sus extraordinarias asperezas y por sus esclarecidos ejemplos de santidad; sentíase Luis inclinado á abrazar su santo instituto. Pero considerando por otra parte lo delicado de su complexión, lo debilitadas que tenía sus fuerzas corporales y el peligro en que se ponía de ser despedido de aquella religión, cuya austeridad probablemente no podría sobrellevar, juzgaba sería más prudente elegir otro instituto de menos rigor y aspereza. Y confirmóse más en este dictamen con el parecer de su madre, con quien trató este asunto, la cual le dijo tener por cosa imposible que perseverase en una religión de tanta penitencia, toda vez que ni aun en el siglo había de poder vivir por largo tiempo, si no moderaba sus excesivos rigores, como tantas veces se lo había amonestado.

Entonces se le ofreció otro pensamiento digno de su gran corazón y fervoroso espíritu. «¿Quién sabe, se decía, si sería de mayor servicio del Señor que entrase en alguna religión que hubiese decaído de su primitivo espiritu y observancia regular, á fin de trabajar, aunque fuese á precio de mil sacrificios y contradicciones, en su reforma? ¿No hemos visto en nuestros días á un Pedro

de Alcántara y á una Teresa de Jesús llevar a cabo con la gracia del Omnipotente empresa tan ardua y dificultosa?» Pero pronto desistió de estos altos designios, persuadiéndole su profunda humildad no ser para tanto sus débiles fuerzas y que era muy fácil que en vez de sacar á otros de los caminos de la tibieza y relajación, fuese él mismo arrastrado por la corriente de los malos ejem plos á una vida relajada y menos observante.

También le cautivaba la soledad y retiramiento de las órdenes monacales, por la extraordinaria inclinación que sentía á la vida contemplativa. Aquel apartamiento del mundo, aquella asidua asistencia al coro, aquel grave y devoto canto de maitines y alabanzas en lo más callado de la noche, aquella perpetua oración é inviolable silencio, juntamente con la aspereza del vestido y comida, le arrebataban y embelesaban en tanto grado, que indudablemente hubiera elegido tal estado de vida, á no haber leído en Santo Tomás que entre las religiones, aquellas son más perfectas, que á imitación del divino Salvador, juntan y hermanan el cuidado de la propia perfección con el de la salud de los prójimos. Al considerar atentamente las incomparables ventajas de la vida mixta sobre la vida puramente activa ó contemplativa, los bienes incalculables que al alma acarrea el trabajar en provecho de los prójimos, la perdición de tantas almas por falta de celosos operarios, el no interrumpido ejercicio de abnegación y mortificación que trae consigo el trato con los prójimos, y finalmente los tesoros increíbles de gracia y gloria que por este camino se pueden alcanzar; sintióse tan fuertemente atraído á las religiones que profesan la vida mixta, que ya no pensó sino en deliberar cual debía elegir entre estas.

Así como Dios nuestro Señor, como Padre amorosí– simo de todos los hombres, procura cuanto está de su parte, con santas inspiraciones aficionar á cada uno á aquel estado que más le conviene para su eterna salvación; así por la singular providencia con que vela por el bien de todas las sagradas religiones, se complace en hermosearlas con los atavios de la más encumbrada santidad, dotándolas de varones santísimos que sean su mejor prez y ornamento. Sólo habían transcurrido 39 años desde la fundación de la Compañía de Jesús, y ya el mundo miraba asombrado el grande número de varones insignes en santidad y sabiduría que había producido, muchos de los cuales hoy día son venerados en los altares. En tan corto espacio de tiempo ya registraban los fastos de la Compañía nombres tan ilustres como los de Ignacio, Fabro, Javier, Borja, Canisio, Estanislao, Britto, Alfonso Rodríguez, Acevedo y sus treinta y nueve compañeros, todos los cuales andando el tiempo, habían de brillar en el catálogo de los Santos y Beatos de la Iglesia de Jesucristo.

Luis Gonzaga era otro astro de primera magnitud destinado por la Providencia á ilustrar con sus resplandores el primer siglo de la Compañía de Jesús. Entre las diversas religiones que profesan la vida mixta no hallaba. el bendito joven otra que llenase cumplidamente las aspiraciones de su alma, como la Compañía de Jesús; y esto por cuatro razones. La primera, por parecerle que la observancia de su santo instituto se conservaba en su primitivo vigor, sin haber descaecido un punto. La segunda, por el voto que hacen sus profesos de no pretender ni aceptar dignidad eclesiástica, sino por obediencia del Sumo Pontífice. La tercera, por el celo con

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