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que bastó para canonizar á San Juan Berchmans, ¡cómo sube de punto y qué proporciones tan gigantescas toma, al aplicarlo á San Luis Gonzaga! Porque en primer lugar Luis fué el modelo del cual copió San Juan su heroica santidad. En segundo lugar Luis vivió más años que Juan en la Compañía, y no siempre en el retiro de uno ó dos colegios como San Juan Berchmans, sino entre el bullicio de los seglares y parientes y entre mil riesgos de entibiarse en su espíritu por los frecuentes, viajes y mudanzas de domicilio que tan poco ayudan á la devoción y recogimiento. Añádase á todo esto la continua comunicación epistolar que hubo de tener Luis con sus parientes, las frecuentes visitas que hubo de hacer y recibir estando en Roma, á pesar de su deseo de vivir olvidado del mundo: y en vista de todo esto, sin pretender desdorar ni rebajar en lo más mínimo la altísima santidad de su fiel imitador San Juan, no podremos menos de admirar la incomparable alteza de virtud á que se remontó Luis, y lo que significa este encomio de nuestro Santo: no quebrantó á sabiendas ninguna regla.

Entre otros ejemplos de esta fiel observancia regular, cuéntanse dos que nos dió en estos últimos años de su vida, por los cuales se podrá fácilmente rastrear cómo se portaría en otros casos semejantes. Habiendo un día ido á visitar á su pariente el Cardenal de la Rovere, invitőle éste á comer en su palacio; mas Luis agradeciendo cortésmente la invitación, dijo con religiosa ingenuidad que la regla no le permitía aceptarla sin licencia del Superior. Edificado el Cardenal de esta respuesta, en adelante nunca le pidió cosa alguna sin añadir la condición de que pudiese hacerla sin contravenir á su regla.

Pidióle otra vez su compañero de aposento medio pliego de papel para escribir una carta, mas Luis, acordándose de la regla que prohibe dar ó recibir ninguna cosa de la casa sin licencia del Superior, aunque lo que se le pedía era de tan poca monta, no quiso darlo sin antes acudir al Padre Ministro, con cuya venia dió luego á su Hermano lo que deseaba.

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CAPÍTULO III

DE SU ENCENDIDO AMOR DE DIOS Y DEL PRÓJIMO

QUELLA excelentísima virtud que como reina y soberana á todas las enseñorea y sobre todas descuella por su hermosura y resplandor, aquella virtud que según el Crisóstomo es la madre de todos los bienes y obradora de todas las virtudes, y al decir de San Juan Climaco es fuente de fuego que abrasa las almas, madre de paz, obradora de milagros, raíz de gloria é inmortalidad, imitación de la vida angélica, y semejanza participada del mismo Dios; la virtud de la caridad con que amamos a Dios por sí mismo y al prójimo por Dios, alcanzó en el alma de Luis tan alto grado de perfección, que la extática virgen Santa Magdalena de Pazzis, en aquella célebre visión que tuvo de la sublime santidad de este bendito joven, no sabiendo cómo expresarla con palabras, exclamaba: «¡Oh cuánto amó en la tierra! y por esto goza ahora en el cielo de una soberana plenitud de amor. Arrojaba saetas al Corazón del Verbo, mientras estaba en esta vida mortal.»

Aquel insigne y experimentado maestro de la vida. espiritual, el P. Aquiles Gagliardi, habiendo tratado íntimamente con nuestro Santo en el colegio de Milán,

echó de ver que en pocos años había subido á aquella altísima y divina unión cuyas nieblas y oscuridades tan maravillosamente describe San Dionisio Areopagita, y á donde poquísimos llegan al cabo de largos años y asiduo ejercicio de contemplación. Y subió de punto su asombro al saber que esta sublime y casi continua unión con Dios, lejos de dificultarle el trato con los prójimos, le espoleaba y encendía más y más para darse á las obras de celo y atender al estudio de la sagrada teología.

Todos los que tuvieron ocasión de tratarle en el último año de su vida están acordes en afirmar que más parecía un serafín en carne humana, que un hombre sujeto á las miserias de esta vida. Descarnado su corazón por completo de todo amor terrenal, en nada de este mundo se gozaba, ni podía sufrir que nadie, ni aun los mismos superiores le diesen muestras de particular amor y aprecio, porque así como él tenía siempre el corazón y la mente en Dios, así deseaba que los demás lo hiciesen.

Cuando se leía en refectorio alguna cosa que más derechamente se refiriese á Dios nuestro Señor, el corazón de Luis se enardecía luego en mayores incendios de divino amor, su semblante se inflamaba, y las copiosas avenidas de la celeste consolación le sacaban como fuera de sí, y embargaban su lengua dejándolo sin poder hablar palabra. Son curiosos al par que admirables los pormenores que acerca de esto nos dejó escritos el P. Cepari, los cuales por haberlos presenciado él mismo repetidas veces, me ha parecido ponerlos con sus mismas palabras traducidas del italiano.

«Una vez entre otras, dice, estando en la mesa y oyendo leer no sé qué del amor divino, luego se sintió

enardecido interiormente como un fuego, y quedóse absorto y suspenso sin poder tomar su refección: reparamos en él los demás que estábamos en aquella mesa, y como no sabíamos la causa, preguntámosle si le faltaba algo. Él no acertó á responder palabra, y viéndose descubierto allí en público, quedó harto corrido y sin atreverse á levantar los ojos: por otra parte no podía disimular el afecto interior que le enseñoreaba, del cual daban claro testimonio las lágrimas que brotaban de sus ojos y el encendido color de su semblante: hinchósele el pecho de suerte que temíamos no se le rompiese alguna vena, y así le teníamos gran compasión, hasta que al fin de la comida poco a poco se le pasó aquel ímpetu, á y quedó como de antes. Algunos que sabían estos deliquios de divino amor que padecía, introducían en los recreos pláticas del amor grande que Dios tiene á los hombres, por verle como se encendía: otros al contrario cortaban de propósito aquellos discursos, por no darle ocasión de padecer, y por temor que no le hiciese daño á la salud.

Paseábase por las salas y por los tránsitos tan embebido y abstraído en Dios, que muchas veces probé á pasar delante de él para saludarle, y eché de ver que no advertía en ello: otras veces se le veía en aquellos mismos sitios rezando el rosario y otras devociones, ya hincándose de rodillas y permaneciendo en esta postura un rato, ya poniéndose en pie, ya arrodillándose de nuevo; y estas cosas que en otros parecieran singularidad, si las hicieran en público, vistas en él, edificaban y le granjeaban la estima y veneración de todos (1).

(1) Vida de S. Luis. Lib. II, c. 8.

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